Ningún rastro de algún avión.

Me encanta mirar la lluvia, cómo cae en los cristales y en cualquier parte, sin importarle a quién le empape.
Me encanta ir en el tren o en el coche, escuchando una melodía al piano (quizá We Had Today) y ver cómo las gotas golpean suavemente y cómo también se unen unas con las otras. Apoyo la cara en mi mano y me quedo fijamente mirando. A saber cuántas gotas están cayendo ahora mismo.
Pero, lo mejor de la lluvia, es que sabíamos que en un tiempo las nubes grises y oscuras se difuminarían tanto que acabarían dando lugar a ese cielo azul que tanto me gustaba. Ese cielo sin una nube, ni siquiera blanca, ni siquiera un rastro de algún avión que viajaba a Nueva York.
Ese punto en el que el cielo parecía que se juntaba con el mar, ese punto en el que ambas partes se tocaban, tímidas, sigilosas, con miedo. Ese punto.
A siete de abril, jueves.

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