Una noche a las tres de la madrugada.

Me tumbo y miro hacia arriba.
Está todo oscuro y solo la Luna brilla.
Ahí está, en medio, rodeada de un completo negro.
Y ella, impasible y siempre blanca.
Mírala.
Pero ella no era la única que había en el inmenso cielo.
Miraras a la derecha o a la izquierda, verías estrellas: unas más grandes, otras pequeñas, suaves o brillantes.
Todo en perfecta armonía, en su sitio.
Y luego estábamos nosotros aquí, mirando allí y deseando cómo será aquello de allá.
Miro el móvil y pienso que quizá lo mejor será pausar la música, quitarme los cascos y escuchar las melodías que la naturaleza nos ofrece día y noche.
Quizá pájaros silbando, las olas del mar o simplemente nada.
Silencio.
Aunque siempre era casi imposible eso de no escuchar absolutamente nada, un silencio que quizá llegara a atormentarnos a nosotros mismos.
Unos pensarán que por suerte siempre teníamos sonidos a los que prestar atención y otros creerán que de vez en cuando deberíamos parar todo ruido y dejar a nuestros tímpanos descansar.
Sin embargo, esa noche a las tres de la madrugada, el viento sacudió con toda la calma que pudo las ásperas hojas de los árboles, como un músico que toca con los dedos temblorosos por primera vez.
Y las hojas secas del suelo se removieron, inquietas, volando, arremolinándose, chocándose las unas con las otras, una, dos, tres veces.
Perdí la cuenta. No volví a contarlas de nuevo.
Algunas de ellas me rozaron los dedos descalzos y fríos de los pies. Me provocaron unas cosquillas que me hicieron sacudir el pie.
Pocos segundos después, el viento se nos debió de ir a otro lado: paró.
De repente bostecé, decidí cerrar los ojos un rato y llegó un momento en el que decidí adentrarme en el mundo de los sueños de la mano de morfeo.

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