Tus ojos marrones.

Tus ojos marrones me recordaban al otoño, cuando las hojas de miles de tonalidades ocres se deslizan haciendo diagonales infinitas hasta que caen al suelo. 
Cuando hablabas de algo que te entusiasmaba, brillaban más que nunca, y me recordaban a esos días en los que el Sol, con ganas de salir, aparece entre las nubes que colorean el cielo de un blanco grisáceo. Tus ojos eran especiales, de un color, no había ningún tipo de mezcla en ellos, pero eran únicos. 
Y yo, sin saber por qué, decidía embarcarme en un viaje sin brújula y sin mapas, decidía aventurarme a la locura, dejándome llevar por las ganas y el optimismo, y quizá por eso mismo, el viento siempre estaba de mi parte. El oleaje iba y venía, y yo con él. Y cuando el Sol se escondía de nuevo en el lejano horizonte, aparecía la noche y yo me encontraba mirando a tu negra pupila con una cantidad inmensa de destellos que tenían cierto parecido a las estrellas de todo el firmamento.

A treinta de julio, domingo.

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